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Toros – Juan David Ochoa

La tradición no deja de ser lo que es por más que el lenguaje intente soportarla con argumentos crípticos y peticiones sofísticas de permanencia: una obediencia a un ritual que alguna vez se inventó sin otra excusa distinta al divertimento o al esnobismo; la insistencia de un acto que tiene el único sustento emocional de haber sido heredado por generaciones que desaparecieron amándolo; una atadura ancestral a un juego que alcanzó una categoría sagrada por los años y los siglos de su repetición.

Esa es la palabra totémica de los taurinos para defender una versión alterna del Circo Romano, aunque la comparación les parezca propia de una barbarie antigua y superada.  Toda la discusión sobre toros, sea seria o banal, sea académica o chapucera y propia también del esnobismo y de la rebeldía juvenil o del ritual de la furia, se reduce al mismo centro al que se ha reducido toda la discusión del mundo desde que el lenguaje construyó también su tradición de paradigmas: a la cosmovisión humana y a su exclusividad. Por eso la comparación con las fiestas Romanas y sus derivados les parece inexacta: porque en ellas el gladiador tenía las mismas desventajas del tigre, del rinoceronte de la india o del hipopótamo del Nilo, animales muy superiores a las torpezas de un mamífero común, y el hombre tenía las mismas posibilidades de morir atravesado por las garras y atragantado en público por la rabia animal sin muchas ayudas disponibles.

En la fiesta del toro, la exclusividad y la integridad del torero están cubiertas por la retórica de la estética; por la salvaguardia del rejoneo, por los banderilleros, por el picador y por la eficacia colaborativa del mozo de espadas que sale a bailar con su sombrero rococó y sus filos brillantes mientras el torero abre los brazos y descansa entre el bullicio del aplauso.

Podría contraargumentar un taurófilo que la descripción es equívoca, que el toro es un toro bravo por más que el peso y la posición del animal no parezcan tan sanguinarias, que los cuernos son fatales por más que la velocidad no tenga precisamente la carrera de un felino, y que en el centro de la realidad de la fiesta está la trascendencia del sacrificio, la rivalidad entre un hombre y un animal al filo de la muerte y la metafísica del enfrentamiento entre dos especies inconexas pero equilibradas,  y que además, ese contraste con el Circo Romano no solo es escandaloso sino impreciso porque el gladiador, diría el refuerzo de la razón sobre el juego, no era considerado un hombre en esos siglos sino un esclavo, y que allí no cabría la comparación ni la lógica humana de la modernidad. Pero en el centro de los centros se encuentra de nuevo el antropocentrismo; esa manía de querer entender sobre todos los focos que la prioridad es el espectáculo, que  es exclusivamente humano aunque se quiera criar al toro con toda la delicadeza para soportar la teoría. La imposición flagrante se encuentra justamente allí: en la manipulación de una especie para fines estrictos de nuestro goce.  El toro ignora la estética, la trascendencia y la metafísica de la prolongación de su muerte, y cae desangrado en público entre una construcción ficticia del concepto belleza que solo existe en la subjetividad del matador.

Sobre todo el espectáculo y el show, no dejan de ser circenses los gemidos de toros degollados de José Felix Lafaurie y del ex procurador Alejandro y de los otros alfiles de la derecha radical, asiduos visitantes de la plaza de Santamaría. Dicen, curiosamente, que los dejen ser, que son una minoría, y que merecen el reconocimiento de sus derechos fundamentales. Denuncian persecución por encontrarse en la diferencia. Creo haber escuchado pocos meses atrás sus argumentos solemnes contra esas mismas denuncias al otro lado de la realidad. La lógica es una perra que se acuesta con todos, decía William Shakespeare.